sábado, 13 de agosto de 2011

Absolutismo Monarquico

Al iniciarse el siglo XVIII, el sistema político predominante en Europa era el absolutismo monárquico, resultado del fortalecimiento del poder real
 iniciado desde finales de la Baja Edad Media. Este sistema se sustentaba esencialmente en la nobleza, que continuaba siendo el grupo dominante, propietario de la mayoría de las tierras y detentador de cargos y privilegios. La burguesía, a pesar de su enriquecimiento, carecía de influencia política y permanecía marginada de los círculos de poder. A finales del siglo XVII se produjeron en Holanda y en Inglaterra una serie de transformaciones políticas que comenzaron a limitar el poder de la monarquía y a abrir camino al parlamentarismo.
No es posible entender la monarquía absoluta sin tener en cuenta que la sociedad estamental, la sociedad del Antiguo Régimen, tenía como fundamento la desigualdad civil. En el viejo orden, heredado de la Edad Medía, cada hombre o mujer nacía y vivía dentro de un estamento que determinaba su lugar en la sociedad y que le otorgaba o le negaba ventajas y privilegios.
Si pertenecía al pequeño grupo de los privilegiados (clero o aristocracia), podía gozar de empleos, cargos, exenciones de impuestos y fuerza social y política. Si nacía entre los no privilegiados (campesinos, burgueses, plebe urbana), se vería sometido toda su vida al poder y control de los poderosos. Esa sociedad piramidal tenía su cúspide en el monarca. El estaba por encima de todos los habitantes de su reino y todos eran sus súbditos, a él sometidos y por él gobernados.
Fundamentada en esa concepción de la estructura social, la fórmula política típica del Antiguo Régimen era la monarquía absoluta de derecho divino, según la cual la autoridad del monarca provenía directamente de Dios, en cuyo nombre ejercía el poder. Como reflejo del poder divino, el monarca poseía un poder absoluto: nombraba a los magistrados, administraba justicia y dirigía la política interior y exterior. No se sometía a ningún control y no compartía la soberanía con nadie. Todo el Estado residía en él y la voluntad de sus súbditos estaba englobada en la suya.
Para poder gobernar, el monarca estaba auxiliado en su tarea por ministros, consejos y secretarios. Asimismo, un enjambre de funcionarios hacían cumplir sus órdenes en todo el territorio, recaudaban los impuestos e informaban al monarca de la marcha de los asuntos del reino
El poder del soberano estaba restringido, sin embargo, por tres tipos de leyes: la divina, a la que estaba sometido como cualquier otro; el derecho natural, conjunto de leyes formadas por la costumbre o la tradición, y las leyes fundamentales de cada reino, que expresaban un mínimo pacto con sus súbditos. En este último caso hay que incluir
las limitaciones que los Parlamentos, Cortes o Estados Generales imponían al monarca. Desde la Baja Edad Media fue frecuente que a la Corte, formada por nobles y clérigos que aconsejaban al rey, se unieran los representantes de las ciudades (burgueses). Estos tres grupos o estamentos constituían las Cortes o Parlamentos. Su papel era muy limitado y no se debe confundir con el de los Parlamentos modernos. Cada estamento deliberaba separadamente y votaba como grupo ante las propuestas del monarca. Aún así, los soberanos absolutos no aceptaban las limitaciones parlamentarias y no solían convocar las Cortes.

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